jueves, 5 de julio de 2012

DARYL

Benjamín Ruiz

NOTA DEL AUTOR

 La historia que se disponen a leer está libremente basada e inspirada en el carismático personaje de la serie de televisión, The Walking Dead, Daryl Dixon. La serie, a su vez, está basada en los excelentes cómics creados por Robert Kirkman, Charlie Adlard y Cliff Rathburn. Curiosamente, el personaje de Daryl no aparece en las historietas, sino que es exclusivo de la serie televisiva.

 En este relato he intentado imaginar qué hacía Daryl, a qué se dedicaba, y en definitiva, cuál era su vida justo cuando ocurre la epidemia que convierte a media humanidad en zombies, y a la otra media en comida huyendo de éstos. Es la vida del personaje antes de unirse al grupo de supervivientes que aparecen en la serie y con la que comparte aventuras y desventuras en su afán por escapar de los muertos vivientes.

 Es preciso aclarar que la presente obra no está escrita con ánimo de lucro ni pretende ganar el premio Pulitzer. Se trata tan sólo de un mero divertimento y un homenaje a la multitud de seguidores que la serie y los cómics tienen en todo el mundo, y a los propios fans de los zombies en cualquier formato; ya sea en películas, novelas o historietas.

 He disfrutado muchísimo escribiéndola, y creo que seguiré haciéndolo en el futuro, porque pienso que el personaje de Daryl se presta a ello y tiene un gran potencial. Éste es tan sólo un primer capítulo. Si a los lectores les gusta, me comprometo a seguir escribiendo y publicando regularmente más episodios para todos aquellos que quieran saber cómo continúa la historia de este cazador de zombies cuya arma favorita es una ballesta.

 Y si no es así… creo que también seguiré escribiendo el resto de la novela, aunque no la cuelgue en la red. Tengo demasiada curiosidad por saber de él como para dejarlo tirado a las primeras de cambio. Así que intentaré acompañarlo en su viaje tanto tiempo como me sea posible.

 Y una última cosa. No olviden estar atentos y mirar a su alrededor de vez en cuando, observando el mundo con otros ojos. Quizá en este preciso momento, el Apocalipsis zombie esté dejando de ser una inquietante ficción, para convertirse en una alucinante realidad.


                                                                                           1



  El día que se desató la epidemia, yo me encontraba cazando ciervos con mi hermano Merle, junto al lago Sidney Lanier, muy cerca de Gainesville, Georgia.  Nos habíamos trasladado allí para inaugurar la temporada de caza, aunque nosotros vivíamos en Dalton, casi en la mismísima frontera con Tennessee. Nos habían dicho que en esta zona, en las estribaciones de las Blue Ridge, abundaban los ciervos en los bosques que rodeaban el lago y alrededores, así que cogimos el todoterreno de Merle y nos fuimos para allá el primero de noviembre, de madrugada.

 Para no tener que bajar hasta Atlanta por la interestatal y luego subir hasta Gainesville, nos metimos por unas pistas forestales desde Dalton que cruzaban las montañas de norte a sur, con lo que nos ahorramos un montón de tiempo y kilómetros. Mi hermano me dijo que condujera yo, mientras él se echaba a dormir. Me dijo que lo despertara cuando llegáramos al lago. Antes de arrebujarse en el asiento me advirtió: “Chico, no se te ocurra despertarme antes. Ni aunque se esté acabando el mundo”.

 Él nunca me llamaba Daryl, siempre me decía “chico”, aunque ya hubiera cumplido los treinta y cinco y él los cuarenta. Siempre decía chico ésto o chico aquéllo, pero nunca me llamaba por mi nombre. Cuando era un crío me zurraba de lo lindo, igual que nuestro padre estuvo haciendo con nosotros y nuestra madre hasta el día en que se largó. Sólo cuando crecí lo suficiente para devolverle los puñetazos, dejó de hacerlo. Entonces se dedicó a incordiarme de otras formas. Lo que quiero decir es que me insultaba constantemente y se empeñaba en demostrar que era más fuerte y más independiente que yo, al que consideraba poco más que una niñita indefensa. Llegó un momento en que me acostumbré y dejé de hacerle caso. Sus puyas apenas me afectaban, pero él nunca dejó de fastidiarme en mayor o menor medida.

 Merle estaba separado y vivía en un apartamento de soltero en el centro que siempre tenía hecho un asco. Había restos y envoltorios de pizzas, latas vacías de cerveza por todas partes, los ceniceros a rebosar de colillas y la pila de fregar llena de platos sucios. Su ex mujer se había cansado de recibir golpes y se había marchado a Florida cipo al que conoció en el trabajo. Cuando lo abandonó le dejó una escueta nota en la encimera de la cocina. La nota decía: “QUE TE JODAN”. Así, con mayúsculas.  Gracias a Dios, no habían tenido hijos. La verdad es que ella tampoco era ninguna santa. Se lió varias veces con otros tíos, pero Merle nunca la dejaba por esta causa. Se limitaba a zurrarle la badana y le advertía que la próxima vez la mataría a golpes.

 Mi hermano era mecánico en un concesionario de Chevrolet, o lo había sido hasta hacía un par de años. A raíz de la crisis económica lo habían echado, dándole una pequeña indemnización que no tardó en fundirse en cerveza y putas. Por aquella época ya vivía solo. Ahora se dedicaba a cobrar ayudas del gobierno y a hacer pequeñas chapuzas domésticas en Dalton y algunos pueblos limítrofes. De vez en cuando aparecía por casa, donde vivíamos mi madre y yo, para darnos el coñazo con cualquier cosa que se le ocurriera. Que si era un desgraciado sin trabajo y sin mujer. Que si cada vez había más coches extranjeros y menos Chevys, Chryslers, y Fords. Que si el gobierno le pagaba tarde y mal. Que si los negros y los maricones se estaban apoderando del país. Que si el bourbon y la gasolina estaban carísimos, etc. Casi siempre estaba borracho. Mi madre lo escuchaba con atención porque le tenía más miedo aún que a nuestro padre, mientras yo miraba el partido que ponían en la tele, o seguía con aquello que tuviera entre manos en ese momento y bebía de mi propia cerveza. Entonces se enfadaba conmigo porque no le hacía caso y me decía que cualquier día de éstos me daría una buena tunda. Yo me limitaba a mirarlo, sin decir nada. Los dos tenemos los ojos grises-azulados. Unos ojos fríos, según mi madre. Merle estaba muy fuerte, hacía pesas a menudo, y su constitución era más grande que la mía. Pero aunque yo esté más delgado, mi cuerpo también es puro músculo. Puro nervio, decía mi padre. “Este chico es puro nervio. Nunca se está quieto sentado. Lo pariste nervioso y se morirá nervioso”, le decía a mi madre sin parar después de darme una paliza con el cinturón. Pero no era cierto. Con los años me calmé, pero mi cuerpo seguía siendo fibroso, sin un gramo de grasa. Esto no es ningún mérito mío. Me gustan las hamburguesas y las patatas fritas como al que más. Simplemente es mi constitución. Y mi forma de ser también es más silenciosa y tranquila que la de Merle, que es un bravucón y siempre se está metiendo en líos, sobre todo, a causa de los negros. Yo no puedo decir que me caigan bien, pero no soy tan racista como él. Siempre y cuando me dejen en paz, claro está. Muchos negros son tan racistas como los somos los blancos.  Mi hermano quiso incluso formar parte del Ku Klux Klan, o al menos de una de las filiales. Un día fue a Nashville para entrevistarse con alguno de sus líderes, pero al final no lo aceptaron en la organización, aunque él nunca nos contó por qué. Lo cierto es que siguió siendo un simpatizante más del Klan, como los miles que hay en los estados del Sur, desde Carolina hasta Texas. Aunque la mayor parte de ellos son paletos, cortos de miras y entendederas, también los hay muy leídos. Gente con carrera y estudios. Y también los hay en los estados del Norte. De hecho, en 1980, el Klan abrió una delegación en Toronto, Canadá. Pero en el Sur tenemos colgado el sambenito de racistas y palurdos, y en el Norte se las dan de ilustrados, señoritingos y progresistas. Y cuando te cuelgan el sambenito, no hay nada que puedas hacer.

 Yo trabajaba en una pequeña fábrica maderera, en las afueras de Dalton. Había varias en el pueblo porque la industria de transformación de coníferas en papel y muebles es un pilar básico en la economía de esta zona, y una de las pocas opciones de trabajo para alguien como yo que no tiene formación académica. Me había pedido quince días de vacaciones a finales de octubre, precisamente para poder disfrutar del inicio de la temporada de caza. Aunque me apetecía hacerlo solo, cuando mi hermano me propuso ir al Sidney Lanier en su coche, un Range Rover del 2005, no lo dudé, porque aquel sitio prometía.

 Yo tenía una moto. Una Harley-Davidson Heritage del 2006, negra y cromada, de 1400 centímetros cúbicos y doble cilindro en V. Se la compré de segunda mano al encargado de la gasolinera, junto a la salida de la interestatal. Me la dejó en 8.000 dólares. Él insistía en que le había costado 16.000, tres años atrás. No lo creí. Simplemente, el tipo necesitaba el dinero. Tuve que pedir un pequeño crédito en el banco para pagarla. No disponía de tanto efectivo en mi cuenta. El empleo en la fábrica tampoco da  para tanto, y menos aún en los tiempos que corren. O que corrían. Ahora todo se ha ido definitivamente a la mierda. No hay fábricas ni supermercados funcionando. No hay nada, funcionando. Y los concesionarios están llenos de coches y motos esperando a que alguien vaya a por ellos y los ponga en marcha.

  Vivía con mi madre, como he dicho antes. Me casé a los veintitrés y me divorcié a los treinta. El principal motivo de mis desavenencias con mi ex mujer fue que me a menudo me culpaba de la muerte de nuestra hija Elizabeth, de cuatro años. Un día que me dieron la mañana libre en el trabajo a causa de una huelga de transportistas,  fui a recogerla al colegio. Cuando me vio esperándola en el patio, se lanzó a mis brazos riendo. Le había dado una sorpresa y yo me sentí por un momento el padre más feliz del mundo. Me dije que debía intentar pasar más tiempo con ella, pero en aquella época de bonanza económica hacía turnos dobles en la fábrica y apenas tenía tiempo para mi familia. Cuando volvíamos a casa y caminábamos por la acera de Main Street, de repente vio un perrito correteando por la acera contraria. No sé cómo, se soltó de mi mano y cruzó sin mirar, loca por acariciar al animal. A mi Eliza le encantaban las mascotas, tenía una tendencia natural hacia ellas. Quizás hubiera acabado estudiando Veterinaria o alguna otra cosa relacionada con los animales.

 Lo cierto es que una camioneta Dodge de reparto, la atropelló, rompiéndole la columna al instante.

 La vi volar por los aires sin poder hacer nada. No tuve tiempo. Se escapó de mi mano como una exhalación. Cuando llegué hasta donde estaba y la vi doblada por la mitad, en una postura casi increíble, sentí que se me paraba el corazón. La miré a los ojos, y me di cuenta de que se le escapaba la vida por momentos. Tenía la mirada perdida y borrosa y parecía mirar más allá de donde yo me encontraba hablándole y llorando. De pronto sonrió y murió entre mis brazos, igual que la había abrazado unos minutos antes en el patio del colegio. Aquel día comprendí que sólo hace falta un segundo para que tu vida se ponga patas arriba y cambie para siempre. Helen, mi ex mujer se sumió en una profunda depresión y yo también. Tuve que pedir un permiso en el trabajo, para gestionar el papeleo del entierro. Pero esos días de duelo en casa fueron peores que si hubiera continuado trabajando. Mi esposa me decía: “¿por qué no le apretaste más la mano? ¿Por qué no corriste detrás de ella? ¿Por qué no la salvaste, hijo de puta? ¿Por qué, por qué, por qué? Me has quitado la luz de mi vida.” Yo le gritaba entonces y le insultaba, porque ya me sentía bastante culpable sin su ayuda. Y aún hoy, seis años después, todavía me siento así. Es algo que me corroe por dentro como un gusano intestinal, todos y cada uno de los días de mi vida.

 La situación se tornó insostenible y seis meses después nos separamos. Vendimos el piso, repartimos el poco dinero que quedó después de liquidar la hipoteca y yo me fui a vivir de nuevo a la casa familiar. Ella también volvió al domicilio de sus padres. Durante un tiempo después estuve cruzándome con ella a menudo, en el McDonald’s o el Seven-Eleven. Nunca nos saludábamos y actuábamos como desconocidos. Luego, dejé de verla. Me dijeron que se había mudado a Trenton, Nueva Jersey, para trabajar en un hotel. Nunca volví a verla y me alegro de ello. Cada vez que lo hacía, el dolor al recordar a la pequeña Elizabeth se me hacía aún más insoportable, y había días en los que un velo oscuro me nublaba la vista y el único pensamiento que ocupaba mi mente era colgarme de la rama de un árbol.

  Después de mi matrimonio mis relaciones siempre han sido fugaces. Líos de una noche, o de unas cuantas a lo sumo. Nunca tuve demasiados problemas para encontrar una mujer cuando la necesité, sin pagar por ello. Pero me gusta más estar solo. Incluso ahora, con la que se ha liado, valoro mucho mi independencia y prefiero la soledad a los grupos de supervivientes que he ido encontrando. Doy gracias a Dios de que mi hija no tenga que vivir en el mundo de hoy, aunque suene duro decirlo. Dicen que es más fácil defenderse de los caminantes cuando varias personas se ayudan entre sí, pero yo no estoy en absoluto de acuerdo con esta afirmación. Depende muchísimo de cada cual. En los grupos, a veces los miembros se estorban unos a otros, más que otra cosa, y también llaman más la atención de los zombies. Una persona sola (siempre y cuando esté bien preparada físicamente y domine técnicas de caza y supervivencia, como es mi caso), pasa más desapercibida y tiene, en mi opinión, más posibilidades de sobrevivir.

  Cuando llegamos al lago, eran casi las siete de la mañana y estaba empezando a clarear. Dejé el todoterreno en un pequeño prado, cercano a la orilla y paré el motor. Desperté a Merle, que lo hizo rezongando y maldiciendo y saqué un termo de café del salpicadero. Repartí en dos tazas de metal y mi hermano le echó al suyo un chorrito de Jack Daniel’s de una petaca que llevaba en la cazadora. Me ofreció a mí y lo acepté con un movimiento de cabeza. Encendimos cigarrillos mientras hablábamos de béisbol y las posibilidades de este año de los Atlanta Braves para luchar por el campeonato.

 Después de tomarnos los cafés, salimos fuera y sacamos los rifles del maletero. El mío era del calibre 22. Mi hermano decía que era pequeño para matar ciervos o jabalíes, que sólo servía para dispararles a los conejos y las ardillas. El suyo era de un calibre muy superior. De hecho, era tan grande que podía tumbar un elefante sin problemas. Yo prefería el 22 porque era más ligero y más certero. Aunque tuviera menor alcance, me daba igual. Yo procuraba siempre acercarme al máximo. Un tiro en el cuello del animal, solía ser letal. Y el arma me servía para cazar animales más pequeños si los ciervos no se ponían a tiro.

 Hacía frío. Caminamos hasta colocarnos detrás de un grupo de árboles, a unos cuantos metros uno del otro. Por las huellas que descendían desde el monte dedujimos que había un abrevadero delante de nosotros. Los animales solían bajar temprano a beber agua y siempre lo hacían en el mismo sitio. Nos apostamos a esperar que empezaran a desfilar ante nuestros ojos con las armas listas para disparar.

 Nuestro padre nos había inculcado de pequeños la pasión por las armas, la caza y la pesca. También nos había enseñado a seguir rastros en el bosque y diversas técnicas de la supervivencia más básica. En realidad, era lo único bueno que había hecho por nosotros antes de despedirse a la francesa. Ni Merle ni yo olvidábamos las palizas que nos propinaba en nuestra infancia, ni las que propinaba a mamá.

 Al cabo de una hora de espera en total silencio por nuestra parte, mientras el bosque se iba despertando y empezaban a cantar los pájaros, vimos llegar una cierva hasta la orilla. Bajaba desconfiada, mirando y olfateando sin parar, como si sospechara de nuestra presencia. Encaramos los rifles los dos a la vez. Cuando se acercó al agua y se inclinó para beber, Merle se me adelantó y disparó. Increíblemente falló, a pesar de que no debíamos estar a más de veinte metros del animal. Cuando yo disparé, la cierva huía a todo correr, ilesa y asustada. Se internó en el bosque y se perdió en la espesura. Miré a mi hermano y ví que el también me miraba maldiciendo sin parar. Le sonreí e hice una señal con un dedo en mis labios para que dejara de gritar y no espantara otras posibles presas.

 Pero no bajó ningún ciervo más. Ni siquiera un mísero jabalí. Los que si aparecieron fueron tres caminantes entre los árboles. Los primeros que veíamos. Si durante el trayecto en el coche hubiéramos escuchado alguna emisora de radio, en vez del CD de Bruce Springsteen que Merle llevaba puesto, nos habríamos enterado de las extrañas noticias que empezaban a hablar de que los muertos se estaban levantando otra vez para comerse a los vivos.

 El primero en verlos fue Merle, que estaba a mi izquierda. Los zombies aparecieron tambaleándose por mi derecha. Salieron entre los árboles, bajaron casi hasta la orilla, nos vieron y se dirigieron directamente hacia nosotros.

 -¡Eh, chico! –dijo mi hermano, mirando por donde venían- ¿Qué coño es eso?

 Me volví, miré hacia donde señalaba y vi que eran tres. Dos hombres y una mujer. Uno de ellos parecía joven y vestía traje y corbata; el otro, que era negro, más maduro y llevaba lo que parecía un mono de trabajo, era enorme. La mujer iba dando traspiés entre los dos, más pequeña, pero igual de horripilante. Uno de sus zapatos había perdido el tacón y andaba cojeando. Iban emitiendo gruñidos, babeando y enseñando los dientes. Tenían los ojos blancos, sin iris ni pupila, y alrededor de éstos un cerco oscuro, como los mapaches. Los brazos los balanceaban sin coordinación con el resto del cuerpo, deslavazados. A veces los levantaban para convertirlos en garras que agitaban en nuestra dirección.

 -Que me parta un rayo –contesté yo-. Joder, no me lo puedo creer.

 Eran como esos zombis de la peli, La noche de los muertos vivientes, que habíamos visto en la tele de críos. Sus ropas estaban desgarradas y a medida que se iban acercando empecé a darme cuenta de que la carne estaba tumefacta y oscura en algunos tramos de sus cuerpos. También la sangre salpicaba sus vestidos y sus rostros. Era como despertarse de una pesadilla y ver que se ha convertido en realidad. De repente oí un disparo a mi izquierda y me pitó el oído. Merle acababa de meterle una bala en el pecho al hombre del traje, que cayó al suelo hacia atrás por el impacto.

 -¡Merle! –grité-. ¿Qué cojones estás haciendo? ¡Eso de ahí son personas!

 Mi hermano me miró, y amartilló el rifle semiautomático. Se lo llevó al hombro y apuntó de nuevo.

 -¿A ti que coño te parece? –preguntó disparando al negro que se desplomó detrás de la mujer.
 En ese momento, el tipo del traje se levantó de nuevo. Tenía un agujero en el pecho del tamaño de un plato de postre. La luz del día se colaba a través de él. Joder, se podía ver, a través de él. Acto seguido, el negro se levantó también. El disparo le había volado el brazo izquierdo y el hombro. También faltaba el sitio donde había estado el corazón.

 -¡Me cago en la puta! –chilló mi hermano- ¿Y eso dices que son personas? ¿Has visto alguna vez a alguien que pueda andar después de meterle tanto plomo en el pecho, chico? ¡Dispara, coño! ¡Ayúdame y deja de parlotear como una urraca!

 Me llevé el rifle al hombro y apunté a la mujer a la cabeza. Cuando estaba viva debía haber sido una belleza. Era rubia y tenía buena planta. Llevaba una blusa blanca y un traje de falda y chaqueta oscuro, o lo que quedaba de él. Le metí una bala en la frente y cayó al suelo al instante. No se levantó más. Quedó tan quieta como una piedra. Los otros dos siguieron acercándose cada vez a mayor velocidad. Los teníamos casi encima de nosotros.

 -¡A la cabeza, Merle! ¡Dispara a la cabeza! –grité apuntando de nuevo.

 Mi hermano apretó el gatillo y la cabeza del tipo joven del traje explotó, literalmente. El cuerpo pareció quedarse un segundo en equilibrio, como si no supiera qué hacer a continuación, y después se desplomó hacia delante, justo a mi lado. El negro ya estaba tan cerca de Merle, que se le acabó echando encima, sin tiempo de encañonarle. Mi hermano soltó el rifle, o se le cayó, y trató de zafarse del muerto viviente. Éste utilizó sus enormes manos para coger a Merle por los hombros y acercó su mandíbula hacia el cuello de mi hermano. Sus dientes chasqueaban con un sonido siniestro, mordiendo el aire. Durante un segundo me quedé inmóvil, paralizado por lo que estaba viendo, y que mi mente se negaba a racionalizar.

 -¡Quítamelo de encima, chico! –dijo Merle mirándome y tratando de ponerse fuera del alcance del zombie.

 Le golpeó en la cabeza con los puños, pero era casi como golpear una estatua de bronce. El negro no cejaba en su interés por alcanzar su cuello. Mi hermano era fuerte y grande, medía un metro ochenta y cinco (cuatro centímetros más que yo) y pesaría noventa kilos, pero al lado del caminante negro parecía un enano. Lo zarandeaba sin cesar como si fuera un muñeco de trapo.

 -¡Por el amor de Dios, ayúdame! –gritó haciendo un esfuerzo enorme por apartarse de las mandíbulas del muerto.

 Me puse en movimiento por fin y me acerqué corriendo hacia ellos. No podía disparar, porque tenía miedo de darle a mi hermano. No dejaban de moverse sin parar. Tan pronto me daba uno la espalda, como el otro. Di un salto y me colgué del espinazo del negro. Saqué el machete que utilizábamos para desollar las presas y cargué hacia él. Le clavé la hoja en una de las cuencas oculares hasta el mango. Al momento se detuvo. Se paralizó como si se le hubieran acabado las pilas y se desplomó como un castillo de naipes, arrastrando a mi hermano con él. Le ayudé a apartarlo para que pudiese salir de debajo. Se levantó con los ojos aún desorbitados por el miedo.

 -¡Joder! ¡Este cabrón huele como mil demonios! ¿En qué coño estabas pensando, chico? ¡Por poco me come este capullo! ¡Si tardas medio segundo más, no lo cuento!

 Lo examinamos para verificar que no iba a volver a levantarse y después nos dirigimos hacia los otros cuerpos.

 -No me des las gracias por salvarte la vida, hermano –bromeé inclinándome hacia la mujer y dándole la vuelta al cuerpo. La bala había entrado por la mitad de la frente y había salido por la nuca. Era un orificio limpio, como si se le hubiera practicado una trepanación con una barrena.

 -Pero, ¿de qué cojones me estás hablando? ¡Yo te salvé de éste antes! ¡Iba derechito hacia ti, por si no te habías dado cuenta! –respondió Merle volteando con un pie al tipo del que hablaba y que había dejado sin cabeza. Estaba tan tieso como los otros.

 Cambié de tema. Con Merle siempre había que cambiar de tema. Nunca daba su brazo a torcer.
 -¿Los enterramos?

  Me miró como si estuviera loco.

 -¡Y una mierda, vamos a enterrar! Los dejaremos ahí, que se pudran al sol o se los coman los jabalíes. ¡Me la suda, lo que les pase! Menudo asco de día. ¡Vámonos, chico!

 Cogimos las armas y nos dirigimos hacia el coche. Me dí cuenta de que mi hermano estaba asustado. Muy asustado. Y eso me asustó a mí mucho más, porque nunca lo había visto así. Jamás. Era el tipo más duro que había conocido nunca. Y yo no me tengo precisamente por alguien blando, sino todo lo contrario.

 -¿Nos acercaremos a Gainesville para dar parte a las autoridades? –le pregunté mientras abríamos el maletero y metíamos los rifles. Había una caja de latas de cerveza de medio litro allí.

 Merle cogió una, me la pasó y cogió otra. Le quitó la anilla, bebió un trago largísimo, eructó, me miró y dijo:

 -¿Pero qué coño pasa contigo? ¿Quieres hacer la buena acción del mes o qué? Mira hermano, si quieres ir a Gainesville con el cuento, hazlo. Pero yo me largo a Dalton ahora mismo. Por lo que a mí respecta, a las autoridades les pueden dar por el culo.

 Abrí mi propia lata de cerveza y bebí. No me apetecía nada irme andando a Gainesville y que Merle se fuera en el todo terreno al pueblo, dejándome tirado. Pensándolo mejor, me iría con él. Luego ya veríamos lo que hacíamos.

 -¡Joder! Esto es lo más raro que me ha pasado en mi puta vida –dijo mi hermano, acabando la lata y arrojándola al suelo, lejos-. Bueno, ¿vienes a casa o qué?

 -Sí, me voy contigo. Pero tenemos que hablar de lo que ha pasado con alguien, Merle. Esto no es normal.

 Mi hermano se echó a reír y abrió el coche. Nos montamos.

 -¡No jodas!  ¿Y cómo te has dado cuenta?

 Arrancó el vehículo y salimos de allí hacia las pistas forestales que atravesaban las Blue Ridge. Merle encendió la radio y en seguida empezamos a escuchar noticias relacionadas con lo que nos acababa de suceder. Por alguna razón que todavía se desconocía, algo, quizás un virus, estaba haciendo resucitar a la gente que fallecía. Y se levantaban en unos minutos con un hambre del copón. Se lanzaban a por los vivos y los devoraban. Si los mordían o los arañaban y la víctima lograba huir, al cabo de unas horas se convertía en uno de esos zombies. La única manera de acabar con ellos, de “matarlos”, era destrozarles la cabeza, o separársela del cuerpo. El cerebro parecía ser el único órgano vital. Un tiro en el corazón no los detenía. Nosotros habíamos sido testigos privilegiados de eso. Las autoridades del Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas de Atlanta no sabían exactamente donde se había producido el primer foco, pero la expansión de la enfermedad se efectuaba a un ritmo vertiginoso. Se hablaba de casos en los estados de Georgia, Alabama, Florida, las dos Carolinas, Virginia, Tennessee y Mississippi. Empecé a sentir los pelos de punta al escuchar al locutor decir algo que parecía de película de terror de la serie B, pero era cierto. Jodidamente cierto. De momento no se tenía constancia de casos en el norte, noreste, oeste y centro del país, pero no se descartaban en las próximas horas, ya que la propagación parecía ser exponencial. Hasta el momento, el límite de las zonas infectadas lo marcaban Louisiana y Arkansas por el oeste, Kentucky por el norte y Virginia Occidental, Pennsylvania y Maryland por el noreste. Estos estados parecían libres de la plaga. La epidemia se encontraba ya a las puertas de ciudades importantes como Nueva Orleans y Washington, y ya habían caído otras como Columbia, Atlanta, Miami, Memphis o Nashville. Al oír que Atlanta ya estaba infectada, mi hermano y yo nos miramos, preguntándonos cómo estaría Dalton.

 Las autoridades instaban a los ciudadanos a abandonar las poblaciones pequeñas e ir a las grandes ciudades, lo cual, visto lo que estaba ocurriendo, parecía un contrasentido. A mayor población, mayor posibilidad de contagio. A mí lo más lógico me parecía escapar hacia zonas de escasa densidad humana. La explicación que ofrecían para apoyar sus argumentos  consistía en asegurar que en las ciudades grandes se estaban instalando “puntos seguros” en hospitales, auditorios, estadios, pabellones y centros comerciales. Allí podían mantener a la gente a salvo, mientras se investigaba el origen y la cura de la enfermedad. El ejército se estaba moviendo y ayudando a aquellos que optaban por ésta solución.

 De repente, empezamos a perder la señal de la emisora al internarnos en lo más profundo del monte. Miré mi teléfono móvil y vi que no tenía cobertura.

 -¿Qué opinas, Merle? –pregunté mirando a mi hermano conducir. Llevaba el todoterreno a toda leche por la pista forestal, derrapando en las curvas y levantando nubes de polvo. Me dije a mi mismo que si seguíamos viajando a aquella velocidad, no haría falta que nos comieran los zombies. Bastaría con estamparnos contra un árbol para irnos al otro barrio.

 -No sé, chico –respondió, meneando la cabeza a un lado y a otro-. No me extrañaría nada que el jodido gobierno o el puto ejército estuvieran detrás de esto. Están siempre haciendo experimentos con virus, química y qué se yo. Lo mismo han inventado algo que se les ha ido de las manos y ahora estamos todos pagando el pato. Maldita sea mi estampa.

 En ese momento, apareció un caminante delante de nosotros, desde el bosque. Se colocó en mitad de la carretera, mirando hacia el coche. Merle aceleró y lo atropelló. El zombie se dobló por la mitad cuando las defensas del Range Rover lo embistieron sin piedad y salió volando por encima del vehículo. Cayó unos metros detrás y luego ví por el retrovisor cómo volvía a levantarse como si tal cosa.

 -Dame un pitillo, hermano – me dijo Merle reduciendo a segunda en una curva especialmente cerrada. Le encendí uno y se lo pasé. Le dio una calada y miró el cigarrillo con desagrado.

 -¿Qué mierda es ésto? ¿Winston? Joder, pareces un puto agente de bolsa fumando esta mariconada. ¿No tienes Lucky Strike?

 Me eché a reír, sujetándome en la barra que había en el salpicadero del coche. Mi hermano conducía de manera suicida.

 -Se habían acabado en la máquina de tabaco de Jimmy, el de la bolera. Tuve que comprar ésos. A mi me saben igual.

 Mi hermano mostró su desacuerdo bufando como un toro en celo. Puso tercera y pisó el acelerador aún más. Seguíamos sin oír nada por la radio. Sólo estática. Merle sacó el CD del Boss del auto radio y puso un disco de Mötley Crüe  a todo volumen, mientras controlaba el volante con la mano izquierda. Le densidad del bosque, donde se apretaban grandes robles, nogales americanos y arces, casi oscurecía el camino. Cuando enfilábamos una recta que ascendía ligeramente, aparecieron zombis en la pista por doquier. Andaban sin rumbo fijo, como patos mareados. Mi hermano empezó a atropellarlos, rectificando el rumbo del Rover, para acabar con ellos como si se tratara de una partida de bolos.

 -Joder, ¿pero de dónde coño sale tanto monstruo? –dijo sonriendo. Estaba disfrutando de lo lindo. Parecía estar jugando un videojuego con la banda sonora incorporada.

 Miré los ropajes de algunos de aquellos caminantes. Llevaban cananas y ropas de camuflaje.

 -Es temporada de caza, Merle. No somos los únicos que han pedido el día libre en el trabajo para inaugurarla.

 -Ya –contestó mi hermano, arrojando el pitillo por la ventana-. El permiso lo habrás pedido tú. Yo no tengo un jodido trabajo del que escaquearme.

 -Teníamos que haber dejado las armas en el asiento trasero, en vez de en el maletero –dije, tras reflexionar un instante-. Puede que las necesitemos cuando lleguemos a la ciudad. Para un segundo y las cogeré.

 -De acuerdo, pero date prisa –respondió deteniendo el coche con un frenazo- No quiero que ningún merodeador  nos coja desprevenidos.

 Me bajé y abrí el maletero. En unos segundos estaba dentro otra vez. Dejé los rifles a mano y mi hermano puso en marcha de nuevo el Range Rover.

 -¿Crees que mamá estará bien? –le pregunté, haciendo patente la duda que nos rondaba a los dos.
 Se encogió de hombros y su mirada se ensombreció.

 -No tengo ni puta idea, pero espero que sí. No me haría ninguna gracia tener que meterle una bala en la cabeza.

 Lo miré un instante fijamente, intentando comprender cómo podía hablar con aquella frialdad de nuestra madre. Abrí la boca para decir algo, pero al final la cerré. A veces uno se queda sin palabras ante la estupidez humana. No hay nada que decir. Solo puede uno callarse y continuar respirando.



 Llegamos a Dalton una hora después. El pueblo era un caos. La gente había cogido sus pertenencias, habían cargado los coches y empezaban a largarse por la interestatal, en busca de los supuestos “puntos seguros”. Unos hacia el norte, a Chattanooga o Nashville y otros al sur, hacia Atlanta o Macon. La autopista estaba colapsada. Vimos algunos caminantes en las calles del centro y deambulando por las zonas residenciales, sin ningún control por parte de las autoridades. Saqué el rifle por la ventanilla y disparé a los que se me pusieron a tiro. También fuimos testigos de los primeros actos de vandalismo y los primeros incendios. Algunos supermercados y licorerías habían sido asaltados y tenían los cristales de los escaparates destrozados. Me pregunté por primera vez (y no sería la última), cómo era posible que hubiésemos pasado de la supuesta civilización y el orden, a la locura, los disturbios y la histeria más absoluta en menos de veinticuatro horas. Era alucinante. Decidimos pasar del apartamento de Merle e ir directamente a casa de nuestra madre.

 Tardamos un buen rato en llegar, esquivando zombies, coches abandonados y grupos de gente enloquecida. La vivienda estaba situada a las afueras de la población. Metimos el todo terreno de Merle en el garaje, junto a mi Harley-Davidson. Mamá no estaba en allí. La vivienda estaba desierta, pero sin desperfectos. O bien había escapado o ya se había convertido en uno de esos muertos vivientes. En cierto modo, fue un alivio no verla allí. Al menos así quedaba la esperanza de que continuara a salvo en algún sitio. Cerramos la casa a cal y canto y lo primero que hicimos fue encender la televisión. Solo funcionaban unos cuantos canales. En dos o tres había programación enlatada, con películas antiguas y concursos estúpidos, como si no estuviera ocurriendo nada fuera de lo habitual y todo fuera sobre ruedas. En la CBS, la ABC y alguna cadena más, repetían sin cesar lo que habíamos oído por radio: había un virus desconocido diezmando la población y convirtiéndola en zombies y se propagaba a toda hostia. Se habían detectado nuevos focos en los estados del noreste, desde Delaware hasta Maine. Washington D.C. seguía libre, pero no se esperaba que siguiera así durante mucho tiempo. Había que dirigirse a las grandes ciudades, aunque estuvieran infectadas, y dejar todo el trabajo al Gobierno y las autoridades competentes. Ellos se encargarían de todo. Ellos nos salvarían el culo, como hacían siempre. Ellos nos dirían qué hacer. Ellos nos protegerían.

 Y una mierda. Al final, todo se fue al garete. Cada cual tuvo que salvarse a sí mismo, llegado el momento.


 Cuando nos cansamos de ver las mismas noticias, una y otra vez, tomamos un almuerzo frío mientras empezamos a valorar seriamente la posibilidad de que los merodeadores entraran en la casa. El sótano estaba lleno de tablones que  yo me había traído de la fábrica en la furgoneta de un compañero para hacer un mueble-estantería. Los subimos a la plantas de arriba y tapamos las ventanas a conciencia. En el segundo piso había un desván con buhardillas. Esas dos ventanas no las tapamos, sino que las utilizamos como apostaderos. Desde allí veíamos como iban llegando oleadas de muertos a nuestro barrio. Primero lo hacían en pequeños grupos, atraídos unos por otros gracias a los gemidos que emitían y con los que daban la impresión de querer comunicarse.

 Después empezaron a llegar en manadas. Era aterrador ver como aparecían por un extremo de la calle, se paraban junto a las casas (la mayoría de ellas abandonadas), golpeaban las puertas, se colaban a veces por las ventanas, salían de nuevo, buscando presas en otra parte, y desaparecían después por el lado opuesto de la vía. En las casas que estaban convertidas en fortines, como la nuestra, parecían intuir que había alguien vivo dentro y se apiñaban golpeando y empujando sin parar, sin dejar de proferir esos gemidos que ponían los pelos de punta, y acababan volviéndote loco de tanto escucharlos.

 Al principio, disparábamos a todos los que podíamos, y la calzada se iba sembrando de cuerpos podridos que olían peor que una letrina. Luego, nos dimos cuenta de que el sonido de los disparos atraía a otros caminantes, con lo cual el flujo de esos monstruos por delante de la puerta de casa, era constante. Tampoco era conveniente tener infestada la zona de cadáveres ante nuestras narices, porque no sabíamos con certeza si la enfermedad se contagiaba por el aire o no. De paso, ahorrábamos munición. Tampoco andábamos muy sobrados de ella.

 Además de los rifles, cada uno tenía una pistola. Mi hermano siempre la llevaba en la guantera del coche. Era una Colt 45 semiautomática como las que utilizaban antaño en las Fuerzas Armadas. Se la había vendido un militar retirado por quinientos dólares, bajo cuerda, porque Merle no tenía licencia para llevarla ni intención de sacársela. No se separaba de ella por nada del mundo. En el coche también llevaba un bate de aluminio escondido debajo del asiento. “Por si tengo que reventarle la cabeza a algún negro que quiera lo que no es suyo”, decía.

 Yo era de gustos más tradicionales y prefería un revólver, para el que sí me había sacado la licencia. Tenía un Smith & Wesson, calibre 38, que funcionaba a la perfección y que yo mantenía convenientemente engrasado y listo para disparar. Merle me decía que los revólveres eran armas incómodas, pesadas y más difíciles de esconder que una pistola semiautomática. También mucho más lentas en recargar, y eso podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte, en un momento dado. Y lo cierto es que tenía razón, para qué nos vamos a engañar. Pero aún así, yo prefería el revólver. No sé por qué. Quizás me parecía más certero. O quizás me gustaba cargarlo manualmente. O puede que fuera un romántico que había visto demasiados westerns de Clint Eastwood de  niño.

 Yo tenía otra arma que era en realidad mi favorita. Me encantaba porque era letal y silenciosa. Y en el mundo al que estábamos empezando a adaptarnos, eso me parecía la premisa básica. Me refiero a una ballesta. La había comprado en una subasta de objetos antiguos, junto al revólver. Yo mismo le fabricaba las saetas, sacándoles filo con el machete de desollar. A veces les ponía una punta metálica hueca, que encajaba a la perfección en la madera, y la hacía más letal aún. Costaba un esfuerzo considerable armarla, tensando la cuerda a mano, y llevaba su tiempo hacerlo. Pero el hecho de ver salir el proyectil volando a toda velocidad y atravesar lo que se pusiera por medio a una distancia considerable, ya merecía la pena. La probé con algunos zombies y me dio buen resultado. Los cráneos de estos bichos quedaban ensartados como una aceituna y se desplomaban al instante. Mi hermano me decía que estaba loco utilizando un arma medieval. Que estaba completa y jodidamente loco. Pero después de algunas demostraciones empezó a cambiar de opinión.

 Pasamos la tarde oteando desde el desván y cuando se hizo de noche, nos bajamos a cenar al salón. Preparamos unas hamburguesas y bebimos cerveza. El frigorífico estaba lleno, tal como era habitual. Mamá procedía de una generación que si bien no había llegado a pasar hambre, si  era cierto que había padecido cierta necesidad, sobre todo en alimentos básicos. Ahora que se lo podía permitir, llenaba la nevera cada dos por tres. Cuando empezaba a verla vacía, se ponía nerviosa.  Eché un vistazo a la despensa y ví que nuestra madre la tenía bien surtida. Había todo tipo de latas de conserva: sopas de distintos sabores, estofados de vaca y cerdo, verduras, melocotón y peras en almíbar, varios tipos de pescado, y una buena variedad de pastas en salsa boloñesa y carbonara. También había legumbres y arroz en cantidad. Bebidas, agua mineral, aceites, leche y harinas para amasar pan. Teníamos provisiones para resistir un asedio prolongado. Además, en el sótano había un congelador lleno de carne, mucha de ella de la caza que Merle o yo traíamos. También había truchas, carpas y salmones de nuestras jornadas de pesca. El problema era saber cuánto tiempo tendríamos luz eléctrica; si era cuestión de semanas, días u horas el que se apagaran todas las centrales eléctricas por falta de mantenimiento. Si esto sucedía, los alimentos perecederos se irían a tomar por culo y tendríamos que empezar a consumir las conservas.

 Después de cenar, Merle rescató una botella de bourbon Old Virginia del fondo de uno de los muebles de la cocina. Puede que llevara allí desde los tiempos en que papá vivía con nosotros. Acostumbraba a empinar el codo cada noche, costumbre que había heredado mi hermano, ampliándola a cualquier hora del día. Cogió dos vasos de cristal y picó hielo con un destornillador de un bloque que había en el congelador. Llenó los dos vasos hasta arriba de cubitos y licor.
 -Whiskey on the rocks, hermanito –dijo ofreciéndome uno.


 Estuvimos bebiendo un buen rato, mientras recordábamos nuestra infancia allí y de fondo veíamos la tele sin prestar demasiada atención a las novedades que ofrecían. La mayor parte de los canales habían dejado de emitir, o lo hacían con programación repetida y enlatada. En la Fox no paraban de poner un episodio de Los Simpsons tras otro. En la CBS mostraban imágenes de distintos estados, pero todas se parecían entre sí. Nosotros veíamos lo mismo desde el desván: hordas de caminantes adueñándose de las calles y por extensión, de nuestra civilización. El virus se había extendido ya a Canadá y México, por los estados limítrofes. Habían caído todos los estados del Sur, hasta Nuevo México. Las Montañas Rocosas parecían haber hecho de cortafuegos natural (al menos de momento) y Arizona, Nevada, Idaho y Utah estaban libres. También parte de Montana, Wyoming y Colorado, así como  los  tres estados de la Costa Oeste: California, Oregón y Washington. Por el norte ya habían caído Ohio, Michigan, Indiana, Illinois y Wisconsin. Quedaban también, más o menos libres, o con focos muy aislados (o eso aseguraban las autoridades) los estados del centro del país, el llamado “corredor de los tornados”; las dos Dakotas, Minnesota, Iowa, Nebraska, Kansas, Missouri y Oklahoma. Arkansas, finalmente había sucumbido. Era alucinante la velocidad de la propagación en un solo día. En una semana, el mundo entero estaría infectado, si es que no lo estaba ya. El futuro a largo plazo, ya no existía. El futuro era sobrevivir al día siguiente.

 -El mundo que conocíamos y nuestro modo de vida se ha acabado, chico. Es historia –sentenció Merle, llenando otra vez su vaso de Old Virginia. Empezaba a mostrar signos de embriaguez y tenía la voz gangosa.

 No respondí, limitándome a mover la cabeza arriba y abajo, saboreando mi propio bourbon helado. Encendimos cigarrillos y fumamos un rato en silencio. Habíamos comprobado un rato antes que ya no existían las conexiones a Internet ni la telefonía móvil. Eso también se había ido al carajo a las primeras de cambio. Los mayores símbolos del progreso humano eran los primeros en caer, como un gigante con los pies de barro. Pronto no habría televisión y el suministro eléctrico se detendría. Entonces, cuando se acabaran las reservas de comida enlatada en las despensas y los supermercados,  tendríamos que echarnos al campo con el cuchillo entre los dientes y matar para sobrevivir. La perspectiva no me desagradaba del todo. Qué coño, ya era hora de que espabiláramos un poco y nos levantáramos de la poltrona a la que la civilización nos había condenado. Nos habíamos vuelto tan flojos e insensibles que un poco de marcha no nos vendría mal para recuperar nuestro instinto depredador y cazador. El instinto que permitía sobrevivir al hombre en la prehistoria.

 -¿Recuerdas cómo nos zumbaba el viejo cuando éramos críos y estaba más borracho que una cuba? –sonrió mi hermano, rememorando los buenos y viejos tiempos-. Me pregunto que habrá sido de ese hijo de perra.

 Lo miré durante un segundo, recordando cómo el propio Merle me pegaba a mí si no me plegaba a sus deseos. Cuando se lo recordaba medio en broma medio en serio, años más tarde, lo negaba categóricamente.

 -La última vez que mamá supo algo de él, vivía en Atlantic City, trabajando de estibador en el puerto –respondí-. Supongo que se habrá jubilado ya, si es que no se ha muerto o convertido en un zombie.

 -Bueno, al menos ese maldito hijo de puta no acabó en una de esas cloacas apestosas que son Nueva York o Los Ángeles -murmuró Merle a modo de epílogo. A partir de ahí no volvió a abrir la boca y se limitó a seguir bebiendo hasta que se quedó dormido en el sofá.

 Lo dejé allí y subí al desván para echar un vistazo a la calle. La noche era cálida y húmeda, demasiado para encontrarnos en otoño. Miré por la ventana y ví que el flujo de zombies era menor. Habían ralentizado su metabolismo, como hacen los peces de noche, y a su manera, parecían dormir. Avanzaban a pasos muy cortos, chocándose a veces entre sí, sin un rumbo concreto. Otras veces permanecían de pié, muy quietos, sin moverse un milímetro. Y después echaban a andar otra vez, muy despacio. Los había de todo tipo, hombres, mujeres, niños, negros, blancos, ricos, pobres. La enfermedad los había igualado a todos y hacían causa común buscando su comida. En una ocasión observé que un caminante había logrado capturar un perro. Antes de empezar a comerlo empezó a emitir esa especie de gemido o lamento con el que parecían comunicarse, y una tropa de muertos vivientes apareció desde el otro lado de la calle para compartir el festín con el afortunado. Mientras lo devoraban, el perro no cesaba de ladrar y gimotear, hasta que al fin se calló, y sólo pude escuchar los sonidos que producían al masticar su carne y chupar su sangre. Se tragaban hasta los huesos.

 Estuve a punto de echar la cena, de modo que me aparté de la ventana y bajé otra vez al salón. Desperté a mi hermano y lo mandé a la cama, diciéndole que haría guardia unas horas y luego él me relevaría. Gruñó una respuesta que me pareció un sí y se acostó en la cama de matrimonio de mamá. Yo  volví a subir al desván y me quedé vigilando.

 Para entretenerme durante la guardia, estuve disparando con la ballesta, de vez en cuando. Sabía que era malgastar saetas, pero me encantaba la sensación que producía ver caer un zombie con la cabeza atravesada en completo silencio. Apuntaba sobre todo a los que se acercaban más a la casa, sobre todo a la puerta del garaje. Después recordé que quizá no fuera buena idea tener la calle tapizada de cadáveres descomponiéndose y me contuve. La falta de actividad empezó a darme sueño. Durante unos minutos me dormí. Soñé que mi hija se había convertido en uno de esos zombies y volvía a por mí para vengarse por haberla dejado morir. Desperté a punto de gritar y me pellizqué para espabilarme y no dejar que el sueño me venciera de nuevo. Fui al baño y me eché agua fría en la cara.

 El punto débil de la vivienda era el patio trasero. Se accedía a él desde la cocina y sólo estaba rodeado por una valla de madera de escasa altitud y no demasiado sólida. Esta cerca separaba la propiedad de la calle de atrás. Bajé a la planta de abajo y sin encender luces, atisbé en silencio desde la puerta de la cocina. La habíamos tabicado con tablones, así que miré por una rendija. Había varios caminantes apiñados en los barrotes de madera de la valla, pero no habían conseguido entrar aún. Era cuestión de tiempo que otros se unieran a éstos y el peso la hiciera ceder. Era pura física. Una vez estuvieran en el patio, empezarían a emprenderla con la empalizada de la entrada a la cocina. Me aparté un poco preocupado, porque tampoco había forma de dispararles, a no ser que me tomara mi tiempo en separar los tablones, y los habíamos asegurado a conciencia con clavos de acero de diez centímetros.  Todas las ventanas de la casa, daban a la fachada principal, no había ninguna otra forma de vigilar el patio que a través de esas rendijas entre las tablas.

 A las cinco de la mañana desperté a Merle, que aún estaba ligeramente borracho para que me relevara. Lo hizo a regañadientes, maldiciendo su suerte y la mía. Cogió la pistola y el rifle y se subió a vigilar al desván. Le comenté lo del patio trasero y me prometió que echaría un vistazo de vez en cuando. Yo me metí en la cama, y me quedé dormido al instante. Esta vez no tuve sueños.

 A las nueve me despertó el jaleo que hacia mi hermano al preparar el desayuno. Parecía un elefante en una cacharrería. Cuando empecé a bajar las escaleras me llegó el aroma del café demasiado recalentado. Mi hermano Merle nunca recibiría el premio al Mejor Cocinero de América. Había dejado el bacon crudo y los huevos revueltos demasiado hechos. Ni siquiera había tostadas. Murmuré un “buenos días” y me serví café en mi taza favorita, y unos pocos huevos. Después saqué un cartón de zumo de naranja de la nevera y serví a los dos.

 -Esos bichos asquerosos han logrado penetrar en el patio –me informó a modo de saludo, mientras engullía tres lonchas de bacon canadiense y las trasegaba con el café-. Me he cargado a dos con el machete a través de las rendijas cuando se han acercado en exceso, pero no parar de llegar más. Pronto ese jardín trasero estará más lleno de gente muerta que un mercadillo en la parroquia.

 Desde la mesa de la cocina, donde desayunábamos los oíamos arrastrar los pies y golpear las tablas de vez en cuando. Era un sonido enervante. Cogí una bandeja y puse en ella nuestros platos, vasos, cubiertos y tazas.

 -Vámonos al salón. Necesito poder comer sin tener que vomitarlo después.

 Nos sentamos en el sofá. La televisión había dejado de emitir, sólo había estática. Y en la radio sucedía otro tanto. Me dije a mí mismo que ser consciente del fin de las comunicaciones humanas era aún más terrorífico que los propios zombies. Era una sensación de soledad y aislamiento que ponía la carne de gallina. Era el preludio del fin. Y ahora no teníamos manera de saber cómo avanzaba la enfermedad y si quedaban zonas libres de ella aún.

 -Chico, llevamos aquí metidos menos de veinticuatro horas y ya me siento como una rata enjaulada –dijo mi hermano terminando de desayunar y encendiendo un pitillo-. Creo que deberíamos largarnos.

 -¿Largarnos adónde?

 -Adonde sea. Da igual. Quedarnos aquí encerrados es peor que estar muertos. Prefiero enfrentarme a esos demonios cara a cara, que esconderme y esperar que echen abajo la puerta para acabar con nosotros.

 Dí un sorbo al café y le cogí uno de sus cigarrillos de la mesa.

 -No sé, Merle. Ahora que las comunicaciones han cesado es todo más difícil. No sabemos nada de cómo está la cosa. Salir afuera quizás sea como dar palos de ciego.

 Mi hermano resopló.

 -Al contrario, hermanito. Ahora que no hay televisión, radio, ni Internet, tenemos la absoluta certeza de que se ha ido todo al puto garete. Nada funciona, ¿qué más pruebas necesitas? Aquí dentro me siento indefenso.

 -Tenemos armas y provisiones. Podemos dormir bajo techo. Ahora mismo es lo único que necesitamos. Hasta que todo se aclare un poco.

 Merle me miró. Sonreía con amargura.

 -Esto no se va a aclarar, cojones. Mira a tu alrededor. ¿Crees que va aparecer el Séptimo de Caballería para salvarnos el culo en el último momento? La situación sólo puede ir a peor. Olvídate del ejército o de las autoridades. Probablemente la mayoría están tan muertos como esos que se pasean por ahí fuera chasqueando los dientes. Quedarnos aquí no es más que alargar la agonía.

 Seguramente tenía razón. Pero me daba pánico abandonar la relativa seguridad de nuestro hogar. En la calle se estaba desarrollando la Caza del Hombre. Y era algo tan increíble que aún no podía hacerme a la idea. Lo único cierto era que seguíamos vivos pero no sabíamos durante cuánto tiempo.

 -Bueno, supongamos que nos vamos –concedí-. ¿Adónde? No sabemos que lugar será el más seguro.

 Merle cogió la botella de bourbon y se sirvió en la taza de café vacía el poco licor que quedaba. Se lo echó al gaznate a palo seco y arrugó el entrecejo.

 -No sé tú. Yo me largo a Atlanta. Allí al menos está el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas. Y se supone que hay un Punto Seguro. Al menos eso aseguraban los putos periodistas de la CBS.

 -Merle, acabas de decirme que no confías en que el Gobierno arregle este follón. ¿Por qué crees que Atlanta será más seguro que ésto?

 -No sé, chico. Es sólo una intuición. Si Atlanta no me ofrece garantías, seguiré hacia la costa, a Savannah o Charleston.  A lo mejor están embarcando gente para Europa o Sudamérica. No tengo ni puta idea. Lo que sí sé es que no pienso quedarme aquí ni una noche más.

 Apagué el cigarrillo en el plato con restos de huevo.

 -Ni siquiera oímos helicópteros o avionetas pasar por encima de la casa. ¿Crees que van a fletar un barco cargado de supervivientes, rumbo a nosedonde?

 Mi hermano chupó del gollete de la botella las últimas gotas de Old Virginia. Era patético verle hacer eso. Como un moribundo en el desierto estrujando un cactus para poder beber algo de líquido antes de fenecer deshidratado.

 -Te repito que no lo sé. Es una posibilidad más que…

 Un estrépito que venía de la cocina, lo interrumpió.

 -Coño, ¡han arrancado un tablón! –gritó Merle-. ¡Vamos!

 Cogimos las armas y entramos en la estancia. No habían arrancado uno sino dos tablones. Algunos muertos metían los brazos por el hueco que había quedado y los agitaban hacia nosotros. Otros intentaban colarse y movían las cabezas, gruñendo y babeando. Comenzamos a dispararles con las pistolas y apartarlos a patadas. El ruido de los disparos era ensordecedor allí dentro y empezaba a inundarse de olor a pólvora. No dábamos abasto. En cuanto terminábamos con alguno de ellos, otro tomaba su puesto e intentaba entrar. Era un flujo constante. Debía haber cientos de caminantes en el jardín posterior. Se empujaban unos a otros, ansiosos por entrar y enervados por el olor y la vista de comida fresca, que éramos nosotros. Cuando acabé con la munición del revólver, la emprendí con el bate de aluminio de Merle. Los rifles eran inútiles en distancias tan cortas. Con el bate hundía cráneos a diestro y siniestro. Mi hermano disparaba acabando un cargador detrás de otro, hasta que también se quedó sin munición. El resto de las balas estaban en el sótano.

 -Coge todas las provisiones que puedas de la despensa. ¡Vamos a bajar al garaje! Cogeremos los vehículos y nos largaremos ahora mismo –me dijo Merle, quitándome el bate y emprendiéndola con los zombies él mismo- ¡Date prisa!

 Obedecí al instante, llenando nuestras mochilas de latas de conservas, medicinas y botellas de agua. Recogí también la ballesta, saetas y los rifles del salón. Cuando lo tuve todo, bajamos a toda prisa al sótano, cerrando la puerta a nuestra espalda. Allí había un trastero, un pequeño baño y el propio garaje donde descansaban el Range Rover y la Harley. Unos minutos después oíamos desde allí a los caminantes arrastrar los pies encima de nuestras cabezas. Empezaron a golpear la puerta del sótano con una regularidad pasmosa. Eran lo más parecido a máquinas que había visto nunca. No parecían cansarse jamás. La puerta crujía sobre sus goznes. Cogimos toda la munición y la repartimos, mientras discutíamos hacia donde iríamos. Merle insistía en que le acompañase a Atlanta, pero yo quería ir hacia el norte y viajar hacia el Medio Oeste. Me parecía más seguro. Metí la ballesta, las saetas y las municiones de las armas de fuego en la maleta trasera de la moto y aseguré el rifle entre el manillar. La mochila con las provisiones me la colgué a la espalda. El revólver cargado me lo guardé en la parte de atrás del cinturón. Mi hermano dejó sus cosas en el asiento del acompañante para tenerlas a mano, en caso de necesidad.

 -Te diré lo que haremos –dijo Merle-. Tú me abrirás la puerta del garaje y saldré yo primero despejando la salida de merodeadores, con el parachoques del coche. Así te abriré camino. En cuanto levantes la puerta, móntate en la moto y sal a toda hostia, justo detrás de mí. Nos dirigiremos a la autopista. Luego, que cada cual tire hacia su camino. Tú al norte y yo al sur, ¿entendido?

 Arrancamos el Rover y la Harley. La moto rugió y su sonido me pareció un cántico celestial. Ahora no me quedaba duda de que si nos quedábamos en la casa moriríamos. Mi hermano tenía razón. Lo mejor era salir pitando con la música a otra parte. Oímos que los golpes de los muertos arriba arreciaban. Pronto bajarían. Antes de subir el portón de la cochera, le tendí la mano a mi hermano, que la estrechó con una sonrisa socarrona, mientras aceleraba el motor del todo terreno para ponerlo a punto.

 -Suerte, Merle –dije-. Espero verte pronto, sano y salvo.

 -Lo mismo digo, hermanito. Cuídate.

 Levanté la puerta de dos hojas, que se plegó sobre sí misma. Al hacerlo, varios caminantes se volvieron hacia el garaje. Eché un vistazo rápido al exterior. Dios. La calle estaba plagada de ellos. Me resultaría difícil esquivarlos sin la ayuda de Merle.

 Me metí otra vez dentro, apartándome del camino del Rover. El todo terreno salió rugiendo como un tanque, y atropelló a dos muertos que se acercaban con curiosidad, mientras yo me montaba en la Harley que ronroneaba, esperando paciente. De repente, oí a los zombies que bajaban por la escalera del sótano, trastabillando. Justo cuando me alcanzaban aceleré la moto que salió dando un salto por la rampa del garaje y los dejé allí, manoteando al aire.

 Al salir al exterior, varios de ellos se me echaron encima. Los sorteé como pude y me coloqué detrás del vehículo de mi hermano. No se molestaba en zigzaguear, simplemente les pasaba por encima a toda leche. Algunos caían bajos sus ruedas y otros volaban por los aires, pero todos volvían a levantarse al cabo de unos segundos.

 Al llegar al cruce de Main Street, Merle pegó un frenazo y luego giró a la derecha, para tomar la salida sur de la interestatal. Pulsó el claxon para despedirse de mí y yo le respondí, girando a mi vez al lado contrario. Enfilé el resto de la avenida principal esquivando muertos por doquier y disparando con el revólver cuando no me quedaba más remedio. El sol estaba alto cuando por fin pude acceder a la autopista. Varios carriles estaban atestados de coches abandonados. No se veía un alma. Durante un momento me sentí el último hombre vivo en la Tierra. Unos kilómetros más adelante la calzada se despejó y pude acelerar la moto y dirigirme a los límites del estado con Tennessee. Sentir el viento frío en el rostro me reconfortó en cierta medida. Me pregunté qué me esperaría en mi camino hacia los estados del centro del país.

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